miércoles, 1 de febrero de 2017

DE MALDICIONES Y DEMÁS.

Con el debido respeto y el mayor cariño posible me gustaría
dedicar esta crónica a todos los compañeros que se encuentran
lesionados o enfermos. Yo, como sabéis, ni corro mucho, ni nado
rápido, ni ando en bici, por lo que mi ejemplo puede que no sea
el mejor para animar a los campeones isbiliyos. Pero sé, por experiencia,
que el ánimo y las palabras de los amigos sanan muchas de las heridas
anímicas que provocan la inactividad y las lesiones.
Un especial saludo a los lesionados y a los mononucleóticos.

¿Desde cuándo no siento que haya algo digno de reseñarse?, ¿desde cuándo no hay una razón deportiva para escribir?

Eso es lo que pienso en la noche de este lunes. Oscura como ella sola por una luna nueva tras un cielo encapotado. Y eso es lo que pienso mientras mi cabeza no deja de darle vueltas a cómo y de qué manera voy a encajar ahora los entrenamientos con las tareas que vienen.

Pero, a la vez, me doy cuenta de que algo ha cambiado en mi planteamiento vital. Desde hace un par de años esto del triatlón debe encajar en mis rutinas. Esta es una pequeña maldición, la de la semilla de este deporte que se mantiene dentro de mí pugnando siempre por abrirse un hueco.

Entonces me digo, piano, piano, si va lontano, y así lo haré, incorporando poco a poco los entrenamientos colectivos en mi rutina sin que chirríen o causen conflictos. Y así, poco a poco, recuperar también cosas que uno ama, la escritura, la carrera, la natación, la bicicleta, la mano derecha...

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El domingo, y ya van algunas seguidas, me salió mal la carrera. Todo eso que se dice que puede salir mal, salió, al menos, regular. Una vez que ya había acabado la carrera, sin estar lo cansado que debería haber estado, me vino un pensamiento a la cabeza: es una maldición, un mal de ojo. Sin embargo, al llegar a casa y comentar con mi familia lo mal que me había salido, mi hija me dijo: "normal, no la has preparado". Sabiduría sintética, senequista e infantil. Demoledora.

Yo que, hasta ese momento, me había inclinado por la conspiración mágica para demostrar que desde hace un tiempo todo es desastre, me rendí a la evidencia y pensé en hacer una crónica satírica. Yo mismo me entrevistaría a mí mismo, ambos bebiendo whisky de malta, con preguntas sagaces y respuestas afiladas. Luego descarté esa idea, por tonta o por mi incapacidad de llevarla a buen puerto. Y también porque para reírse de uno mismo se debe estar fuerte y distanciado del problema, circunstancias que no se dan.

En vez de eso, de la terraza del hotel y del licor escocés, me senté en el sofá, frente a la ventana, mirando un atardecer en la cornisa del Aljarafe que como daltónico no sé describir, a pensar un rato, a calmar la barriga con una infusión caliente, a ordenar ideas, a darme cuenta de que, aunque haya corrido de vez en cuando, aunque no haya cogido demasiado peso, aunque haya mantenido la ilusión por hacer deporte, por hacer series, me falta mucho para alcanzar un nivel aceptable de forma. Y para saber que no se deben buscar enemigos externos, como la edad, la mala suerte, la genética, los virus o las circunstancias personales para justificar un mal resultado, sino que es mejor tener la cabeza fría, conocer el estado en el que se está, lo que se debe trabajar y mejorar, y buscar un resultado acorde a eso.

Lo que ocurre es que, entre tanto campeón, uno se siente pequeño.

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Ya es domingo, como en la canción de la Velvet Underground.

Y llegan el alba, el desayuno, los rituales previos. La luz es, como dicen los literatos, mortecina. He quedado en el mejor aparcamiento posible con Julio JM. Y siento el contraste, sus ganas de correr, sus ganas de planificar frente a mi pequeña indiferencia. Mis ganas de correr son, como dicen los literatos, mortecinas. Sé que hay algo desordenado en mí, los ruidos de mi barriga lo testifican, pero sé que correré.

Y así es la carrera, miles de personas como en la Feria caminando todas hacia el mismo punto, yo, despistado incorregible, caminando contra la marea a contracorriente, viendo los colores isbiliyos por muchos lados, oyendo voces que me saludan, pero observándolo todo como a través de las gafas que he olvidado en el coche. Porque hay niebla y no es en el exterior.

Y así es. Salgo entre el montón de corredores que quieren batir su marca, en la zona intermedia, lindando con la lenta, de la carrera. Acompaño a Julio hasta que en el primer puente mi diafragma no puede más, comprimido por una acumulación de gases que debo soltar.

Y de esa forma, viendo a cámara lenta cómo se alejan mi alegría y las camisetas isbiliyas, cómo se acercan otras camisetas y se alejan, y se vuelven a acercar, como olas, voy corriendo, parando, soltando la presión interior, y pensando en el abandono. Pero no lo hago, lo que me cansa aun más.

Y ya es el Estadio, el grito del compañero que no reconozco que me anima, la cara de Oliva que también sufre lo suyo, las piernas que me transportan, ahora sí, por el tartán carcomido por la dejadez.

Y ya empieza el otro domingo.

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Los compañeros han estado bien, como siempre. Las compañeras parece que han estado mejor, como siempre también. Pero me ha asombrado Julio JM. Me ha recordado cosas de otra época, de cuando, con pitorreo, acudíamos a la farmacia a comprar, Sumial, decíamos. En realidad comprábamos antibiberones en cajas de doce, más que nada por optimismo, lo del número me refiero.

Pues una vez, justo después de un fin de semana de uso masivo de "Sumial" por parte de todos, hicimos el mejor partido de baloncesto de nuestra vida y ganamos la Liga Universitaria. Con mucho temple, puntería y garrote, que es lo que dan la confianza y la alegría del cuerpo y los sentidos.

Y me da que Julio usa "Sumial", porque su alegría y su confianza son fruto de muchas cosas como el trabajo, pero también de vivir la mejor época de la vida.

¡Enhorabuena, Julio!

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Lunes.

Le tengo mucho respeto al agua, es decir, tengo un miedo atroz a tirarme a la piscina y no saber nadar. Estoy tan acojonado que pensar en el agua, en su temperatura, en la forma que tiene de envolvernos me atenaza. Llevo tanto tiempo sin entrar en la piscina que no recuerdo cómo es nada.

Lunes. Día de piernas, de recuperación dice el jefe, el guasón, de 400 con palas, de series con aletas, un día después de la carrera. Día sin resuello, siento yo.

"Isabel tira", dice Samer. "Que vas a salir en una crónica", insiste él. E Isabel que no es, hasta ese momento para mí, sino un gorro, unas gafas y una herida en el codo, tira. Y tira. Y estira al grupo. Y yo no sé ni mirar en la calle, ni ver la distancia con el que me precede, ni ver la espuma de su pataleo, ni su estela, ni seguir el ritmo. E Isabel, con alma de campeona, compite allí en la calle, reclama su sitio, pide que se respete la jerarquía hasta en los ejercicios de piernas. Ahí parece que hay cantera.

Es lunes, el agua gris, ¡malditas gafas desgastadas!, el chapoteo ineficiente, la respiración entrecortada, el dolor del empeine por las aletas, la ilusión de que mi hija tire alguna vez de mi calle, las ganas de recuperar la normalidad, de cansarme y de seguir sin resuello la estela de un nadador.

Es lunes, es el principio de otro capítulo.

Todavía no voy a dejar que acabe esta historia.   

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