lunes, 28 de septiembre de 2015

FINAL DE TEMPORADA.

Por lo pronto siempre hay más de una manera de entender y de explicar la realidad, una es lo que es, que nadie sabe lo que es, y otra es lo que nosotros percibimos, lo que contamos. Por eso estas crónicas siempre hablan de forma subjetiva de lo que ha ocurrido, pasan por un tamiz personal y llegan a quien tiene a bien leerlas filtradas por su propia experiencia, su percepción y lo que quiere encontrar. No son, a menos que ese día sople el mistral de lado, una narración lineal y subjetiva. Tampoco serán, a menos que entonces sople la tramontana por detrás, la crónica de todos, puesto que no conozco a todos; pero sí que procuro que aparezcan aquí los compañeros del club que, en determinado momento, encuentro a mi lado. Y los amigos, que siendo sincero, empieza a haberlos. Y buenos.

Por eso hay días que me imagino al míster saturado; llegando a casa cansado y comenzando a leer mensajes de whatsapp, de facebook, de twitter... Y, entonces, le llega el trabajo; a ver qué le pongo hoy a este pesado; que sí que la talla del traje la has pedido pequeña, pero tú no sabías que no podías adelgazar siete kilos en dos semanas; bueno, tío, has corrido a cuatro minutos el kilómetro, sí han sido ochocientos metros, sigue así y pronto llegas al kilómetro a tres cincuenta y nueve; hombre, qué bien, corriste la popular de tu barrio, la nocturna del pueblo que se hace a las cinco de la tarde porque no hay alumbrado público; ahora me tocan ochenta megusta de fb, coño, otra vez le he dado al me gusta del vídeo de las universitarias orgiásticas, si por lo menos lo viera. Es eso, un pelotón entero pidiendo consejo, bramando sus éxitos personales, llevando a un equipo de competición con sus dudas, sus problemas, su logística. Esa es una versión de la historia, la del cansancio.

Otra versión de los hechos muestra una realidad un poco diferente. El trabajo con la élite es difícil y satisfactorio: el equipo masculino va solo, el femenino se sale, solo hay que acomodar programas, competiciones, patrocinios, desplazamientos; pero al final del verano se ha conseguido un objetivo, uno de los grandes, colocar al club en la órbita nacional. Desde mi perspectiva de espectador privilegiado, veo algo más, algún salto a otra esfera, y ahí está Rocío, y ahí está Igor. Es complicado, pero la madera, la genética y el sacrificio, están; si la corriente del destino ayuda, algo llegará. ¿Y el trabajo con los populares? En la anterior versión dijimos que es una tarea más, cansada; veamos aquí que esta tarea da alguna que otra satisfacción. Imagine que usted tiene un sueño, y que lo cumple; imaginemos que es algo parecido a tener un hijo, con días buenos y malos, con tareas y deberes, con obligaciones, con disgustos, algo que le quita el sueño; pero, imagine, solo imagine, que es el día de la función final de curso, que reparten las notas y que hay una representación de ballet en la que participa su hija; yo estaría muerto de miedo, pues cada padre sabe en dónde estan las debilidades y las fortalezas de sus hijos; sepa ahora que las notas han sido buenas, que el esfuerzo de su hija ha dado resultado; mire a su hija, no solo está guapísima con ese peinado hacia atrás, sino vea que cuando baila está disfrutando y que tiene cierta gracia y que lo transmite, ¿no lloraría usted aunque fuera un poquito? No sé yo lo que haría, pero el orgullo me rebosaría. A tanto no llegará nuestro amigo Samer, pero algo de orgullo debe haber; y, si me apuran, alguna lágrima jordana llevará el nombre de Isbilya.

Se ha mencionado un ballet. Hablemos de algunos de los que intervienen en la coreografía. De los montes asturianos de Diego, de las esfuerzos titánicos de Ángel, de la fuerza de Andrés, de la impresionante puesta a punto de Lolo y Adri, del cambio de chásis de Bermu y Antonio Salar, de la confirmación de esos chavales que son José López y José Luis, de la progresión constante de Luis y de Álvaro, de la gracia de Josemi y de Fran Calderón, de la ilusión de Niño Niño y de la fama de Julio, del regreso de Alberto, de la forma en la que Juan Garrido se ha afinado y ha dado un golpe de mano, de Botello, Manolo, el croata que empieza a rascar podiums, de la legión de corredores y triatletas que copan las inscripciones, las clasificaciones, los parques y se hacen series peleando con las señoras que dicen que por poco las tiran y que el parque es de todos.

Así ha sido este verano, lleno de cambios, de entradas y de salidas, que se iniciaron cuando Javi marchó a Berlín, que se acaban cuando Juampi ha dado el salto a Madrid. Así ha sido este verano que empezó un día en un calentamiento con Igor disputándole la llegada a Samer y este corriendo y mirando hacia atrás como si estuviera ensayando para los sanfermines, y diciéndome que yo siempre calentaba el calentamiento. Luego vinieron Escocia, la tierra de William Wallace, la crónica que espera en la que se cuenta el maratón de Durban, la playa por la que corrían los carros de fuego, las carreras por el Caledonian Canal y hacia el Loch Ness, las carreteras sin arcén por las que podríamos hacer alguna salida si nos llamáramos ICH-BILGH-YAHH. Una crónica que pensaba en inglés pero que, por ahora, reposa por ahí.

Cada vez es más fácil quedarse sin dorsal para las pruebas, y adquirir los dorsales sin oportunidad de usarlos, pero doy por buena mi temporada; acabé el sábado en Córdoba, nadando en mi río, cumpliendo un pequeño sueño. Fue una prueba en la que el tono era popular, en la que competíamos los fuera de forma, pero en la que, al final, siempre hay codazos en el agua, pelotones en la bici, dificultades en las transiciones y ahogo en la carrera. Pero disfruté. Y eso que el día de antes había hecho la nocturna, una tradición en la que llevo casi veinte años arrastrándome, con dos versiones, pre y post extracción del menisco; y con una ilusión, un año antes había estrenado colores del club en esta carrera, un mono de los antiguos, y este año quería ratificar que me siento del club. Y, ¡milagro!, llegué a la foto.

Si miro atrás no sé si ha habido progresión, si han mejorado los tiempos, si ha habido cambios en el estilo. Solo sé una cosa, ha habido un aumento de la fortaleza, no de la corporal sino de la mental. No se nota, no se ve, pero como Lola Flores, ahí está. Queda mucho por hacer, mucho por unir, para eso estoy en el club. En este año ha habido momentos de los que no se olvidan. Quarteira, la San Silvestre, Posadas y el olímpico de septiembre están ahí.

Corría, corría, con los riñones haciendo cosas raras, con unas ganas tremendas de orinar, con mi vejiga cerrada; estaba preocupado. En el circuito paralelo al río me cruzaba de vez en cuando con algún compañero, ellos corrían, yo me desplazaba. Mis piernas llenas de sangre tras la bici se doblaban menos de lo poco que ya de por sí se doblan en la carrera. Pero seguía, para cruzarme con alguien, para sentir la competición, para seguir a Guille y admirar su esfuerzo frente al dolor, para ver correr a Juanito, marchando como una liebre, como si antes no hubiera habido nada. Pero solo yo sé la alegría que fue encontrar a Juan Garrido poco antes de la meta, con ilusión, con ánimo, haciéndote sentir que has hecho algo grande. Se merece Juan un capítulo aparte; pocas personas, no solo de este club, he visto tan educadas, tan buenas personas como él. Como deportista es grande; ha evolucionado en todo, pero en natación se sale. Y es que, podéis hacer la prueba, poneros a su lado y hacer lo mismo que él, lo hará de forma más elegante y mejor que vosotros; y sin decir nada. Solo sé que verlo en la meta, animando, me hizo pensar en que hay un mundo alrededor del nuestro, quizás, un mundo real de trabajo, de salarios, del día a día; pero que este mundo, el nuestro, el pequeño, el que se monta en cada entrenamiento, en cada prueba, es un mundo que merece la pena conocer y sentir.

Hace una semana me sentí como si hubiera corrido por las dunas. En algún lugar de mi mente, por ahí, anda mi intención de cruzar a nado la desembocadura del Guadalquivir; es un reto que asumiré  el día que corresponda. Diego, el fisio, el que siempre tiene una broma cargada, oculta algo. Yo lo voy vislumbrando. Y no piensen ustedes mal, lo que oculta no tiene ni forma, ni peso, ni materia, es pura energía. Algo que viene de eso que llamaban éter, de la materia dividida, de la energía transformada. Si le hubieran dolido el hombro, o la cabeza, a lo mejor, se habría callado, y aguantado en la bici, en el agua, en la arena de Tartessos. Si hubiera estado cansado, a lo mejor, no lo habría contado; tampoco habría contado que alguna carrera es como una procesión, un momento íntimo de recato, de vivencia interior, de recuerdos y de nada. Como un pequeño nirvana, un instante, acaso un segundo, en el que se sienten el vacío y el infinito del alma, en el que el dolor y el cansancio nos llevan a olvidarnos de la existencia y vemos tan solo la meta, el objetivo y el viaje. Diego lo oculta, pero, a pesar, de su socarronería, ahí están las dunas infinitas del recuerdo y el mar de la infancia.

Ha acabado el verano. La temporada va a acabar. En unos día volveremos a las andadas. A que Samer me diga, ya estás "heating the heating".

Heating the heating. 










lunes, 14 de septiembre de 2015

SOBRE RUEDAS.

En los anales (*) de la traición deportiva queda el 8 de octubre de 1995. Aquel día España consiguió su primer Mundial en ruta de ciclismo, mas lo hizo con el actor secundario, el lugarteniente que desobedeció las órdenes de equipo y atacó a Induráin. Se dice que fue una táctica preparada, el plan alternativo, mas yo sé, y tú lo sabes, que no fue así. Olano robó la gloria al campeón bajo la lluvia de Cali y con una rueda pinchada.

Años después, frente a una mujer muy, demasiado, reivindicativa, el Chava Jiménez volteó la Vuelta en una ascensión, y solo la honradez de Unzué y la fatalidad del abulense le entregaron a Olano su Vuelta. Esa vez no hubo justicia poética, casi nunca la hay, y no pudimos entonar el mantra de Phoebe Buffay: "has probado de tu propia medicina y cuán amarga es".

Nuestro amigo Diego Andrade ayer hizo de todos los ciclistas y deportistas que nos emocionan. A todos nos encanta ver la fluidez, la magnificencia de las brazadas y de las pedaladas de los grandes, la velocidad de la carrera, la elegancia y la naturalidad con la que los campeones se desplazan. Pero en lo que nos hace amar el deporte hay algo que se refiere a la superación y a la épica. Nos sentimos grandes cuando corremos bajo la lluvia, la nieve, el frío intenso o la niebla por barrizales extremos, por eriales. Simpatizamos con los pequeños cuando los grandes caen ante los pequeños; simpatizamos con los grandes cuando los grandes se levantan y entonces los sentimos más grandes. Nos ha pasado con Contador, con Froome, incluso con Nadal. Diego ayer se ganó el respeto de todos nosotros, cayó y se levantó, quizás para no decepcionar a su hija, quizás para no decepcionarse él y tener fuerzas para cruzar la meta con ella. Lo sensato habría sido retirarse antes de la meta, curar las heridas, resolver los asuntos médicos. Pero no, Diego ayer se doctoró, como un campeón.

Aru ganó el sábado esta Vuelta. Lo hizo como se hacía antes, liderando un equipo, hablando con ellos, pidiéndoles un último esfuerzo, agónico, que él ya daría el definitivo. Y así fue, su equipo se fundió con la carretera, atacó como un tren y como una pequeña nave nodriza fue dejando atrás a ciclistas que recogían a Aru para impulsarlo hacia adelante. Como se sabe, Aru remató. Cuentan las crónicas que alguien que me recuerda un poco a Aru, hizo algo parecido en el Levante español. También fue el sábado y se trajo un ascenso, el de nuestro club. Gracias a ese esfuerzo de todos daba gusto el domingo ir por ahí, la gente va conociendo este club, el Isbilya, y pensando que unos de nosotros ganaría. No se equivocaban. Por si alguien no sabe de lo que hablo, Aru me recuerda un poco a Samer, nuestro club venció en Águilas, de donde era Paco Rabal, y el equipo, en todas sus categorías, estuvo soberbio. Como ayer en el triatlón del puerto de Sevilla, sin Samer, pero con Alberto, Manolo Botello, Curro, Corpas, Julián y Diego, Robles... La tesis es cierta, hay una guardia isbiliya, con varios cuerpos de ejército.

Aun sigo sin saber si vencí yo al olímpico o él a mí. Solo las fotos que he visto de mi prueba me han bajado la euforia. Si os digo la verdad, creí correr, pero me veo andando en ellas. Y ni tan siquiera muy rápido. Mi marca final demuestra que habría mucho que mejorar, lo que no sé es si tengo dentro de mí esa mejora, pero, todavía eso no me preocupa, ya llegará mañana. Algo sí aprendí en el anterior, check list, calentamiento, material, horarios y repuestos; comida y agua. Eso y que venía a disfrutar.

Por primera vez me sentí cómodo en el agua, la marca fue la prevista, no me desvié demasiado y no fui asfixiado. Pero la bici y las transiciones, en especial la T1, se han convertido en una cruz, primero porque no encontraba ayer el desarrollo que me venía bien, segundo porque, cuando lo encontré tras un isbiliyo que me enganchó a su rueda, cuyo nombre completaré una vez que lo identifique, entonces, segunda vuelta, pinché la rueda delantera. Como había sido muy precavido, saqué el spray sellador e inflé la rueda. A seguir, ya mucho mejor, sin atrancarme como al principio y sin contar con que la presión que el bote dejó en la rueda era mínima. La tercera vuelta fue, en su mayoría, una lucha dialéctica. Entre el coste monetario que supondría reponer la rueda delantera, pues pegué un llantazo en el paso subterráneo y volví a pinchar, y el coste moral del abandono; entre si sería capaz de dar una vuelta más o me metería en boxes pasase lo que pasase. De ese marasmo hegeliano me salvó un espectador con bici al que rogué una cámara y que monté como pude, y que inflé, con una bombita, con la presión que les queda a los globos de una fiesta de cumpleaños al día siguiente.

Algo de bilbaíno debo tener, pues, a pesar de tener roto ya cualquier ritmo, a pesar de ir rodando con un ancho de rueda doble al que llevo, ¡así se hundía la de delante!, decidí acabar. Con cuarenta minutos en bici más que el resto por lo menos, pero sin vergüenza alguna. Y mereció la pena aunque fuera por ver correr a la gente en ese circuito anular, por verlo, de repente, lleno de gente. Por cruzar la meta. Por no quebrarme ante determinadas adversidades. Por muchas razones.

No hay nada bueno en pinchar, lo digo; ya había aprendido a cambiar la cámara, no me hacen falta más problemas externos que yo tengo ya los míos, no me sirvió de acicate para crecerme, ¡qué va!. Todo eso me puede pasar, pero que me pase otro día. Y encima ahora le doy un carácter un poco más épico, porque sé lo que se sufre, a la victoria de Olano, como si lo perdonara un poco. Y eso no puede ser.

Acabamos, los que pudimos y tuvimos suerte, acabamos. Con cansancio, dolor, heridas y épica. Con pundonor. Como si fuéramos unos inconscientes, unos descerebrados o unos masocas. O como isbilyos, inconscientes, masocas, descerebrados y preparando la siguiente. 


(*) Bonita palabra que merece tenerse en cuenta en todos sus sentidos

miércoles, 9 de septiembre de 2015

LA GUARDIA ISBILIYA.

Luis Saldaña es un teórico. Para muchas personas eso significa un tipo aburrido y pesado. Para mí quiere decir que es un estudioso y sabe mucho, mejor dicho, casi todo. Sobre qué cambio es el mejor, o la zapatilla, o el músculo que te debe impulsar, sobre interpretar gráficos incomprensibles sobre la pedalada, o sobre la creatinina, el gel o la alimentación antes y durante una prueba. Cumplió años hace unos días y lo celebró como hace alguien metido en su papel, de forma alegre y frugal. Ese tipo de cuestiones, el estudio, el sacrificio y la excelencia, son el día a día de mis compañeros de club. Se afinan y se preparan, afilan el cuchillo y lo muestran. Incluso, como en su caso, se han recuperado de una intervención quirúrgica y, aplicando eso que no sé dónde se aprende, van como un tiro.

A su lado, al lado de muchos, veo que mi aprendizaje es como el de un niño, a base de ensayo y error; sobre todo eso, de mucho error. No creo que ni tan siquiera pudiera considerarse intutitiva mi forma de hacer las cosas; hay algo de caótico, y algo de orden, algo de aprendizaje, algo de experiencia y de serenidad y algo de nervios; contradicciones puras, de las que es testigo casi siempre el amigo Juan Pablo, y que me saca de más de un apuro. Porque se ha convertido casi en una costumbre empezar un triatlón contrastando su sonriente tranquilidad con mi rictus de apuro. Y sé que eso lo dan el carácter, pero también la preparación, que es la que da la confianza y la que muestra la buena cara de cada uno.

En la brumosa, extraña, mañana de agosto que apareció el día veintitrés, siento algo raro. Alguno dirá que no es que la cosa fuera rara, sino incómoda, pues un mono de triatlón del revés no deja de ser, digámoslo, incómodo, raro y molesto. Pero no es eso solo. Sino la sensación de estar de vuelta en casa, allí, sobre el adarve de la presa, entre la niebla, en formación delante de las bicis, como si fuéramos a la batalla. Esa sensación, la de estar acompañado de un cuerpo de ejército, es la que me hace olvidarme de mi vergüenza, y de mis vergüenzas, a la hora de desnudarme frente al resto de triatletas. Porque han formado un círculo en cuyo interior me veo menos desprotegido. Y me tapan la vergüenza, y las vergüenzas.

Será un rato más tarde en el que se me ocurra que he sido arropado por un grupo que bien podría ser la guardia isbiliya, gente con mucha personalidad, mucho talento y experiencia; gente a la que me uní hace un año y con la que me siento a gusto. Compartiendo algo que sin darte cuenta ocupa todo tu tiempo, tus pensamientos. Porque estoy seguro que más de uno haciendo cualquier cosa que no tenga nada que ver con el triatlón, en cualquier lugar fuera de nuestro hábitat, se ha abstraído y se ha imaginado qué sitio tan bueno para hacer una ruta en bici, o qué aguas tan buenas para probar el neopreno o si se pudiera organizar aquí un triatlón estaría "tó wapo". (1) Y en ese momento te das cuenta de que te ha atrapado esta historia, de que quizás no seas bueno, ni siquiera el mejor de tu urbanización, ni de tu bloque, si me apuras, ni de tu planta, y que crees que lo dominas, que lo puedes dejar cuando quieras, pero estás enganchado. 

Y la hipótesis propuesta y la tesis formulada acaban en proposición, hay una guardia isbiliya, una vieja guardia isbiliya, de gente que nos conocemos por los nombres, ¿verdad, Juampi?, que nos aceptamos, que hasta nos llevamos bien. Y es así, pues en el pantano de La Breña, entre más de un centenar de gorros en el agua, como yemas de espárrago, nos reconocemos, nos juntamos, nos reímos antes del inicio y nos acordamos de los ancestros de la juez que da la salida con gente por delante de la línea que la marca. 

El resultado de la carrera ni da igual, ni es lo menos importante, ni se debe obviar; lo que ocurre es que ya ha sido contado en varias ocasiones. Lo que no he contado, no sé si lo habrán hecho otros, es que fue un día lleno de intrahistorias, por darle otro nombre a las anécdotas. En el que Juan y Rafa, guardias también de pro, desayunaron un gel; en el que se cantó el cumpleaños feliz en honor a Samer, que me perdí por llegar el último; en el que me recogió un autocaravanista bondadoso y me evitó la subida al pantano; en el que, por primera vez, vi al campeón pillado, pensando en qué había ocurrido, dándole vueltas a la cabeza e intentando cambiar de tercio, aunque fuera la elección de coche, para digerir, asimilar y corregir. 

Tampoco lo he contado, pero allí en La Breña, a treinta kilómetros de mi casa, viví gran parte de los fines de semana de mi infancia. Antes de que se construyera la actual presa sobre la antigua, en la época en la que los pantalones de campana se pasaron de moda por primera vez, íbamos, de forma más que regular, desde la mañana del sábado al domingo después del arroz, el cola-cao y los dulces a pasar allí nuestro tiempo. Fue en ese lugar en el que corrí por primera vez, entendiendo correr como un ejercicio en sí mismo; en el que descubrí  cómo defender en baloncesto; en el que aprendí el poco equilibrio que tengo sobre la bici tirándome cuesta abajo hasta la zona de las zarzas; en el que remábamos hasta la isla y nos tirábamos al agua para tocar la cruz de la torre de la iglesia sumergida... Esto es un ejercicio de nostalgia, es posible, pero debo hacerlo, si no, no podría considerarme honesto ni conmigo, ni con los que ya no están, María, Paco, Manrique, Luciano...

Luciano habría sido un gran isbiliyo. Hace años cuando nadie lo era, él era hipster. Tenía barba y perro, vivía con su pareja, como solía decirse, amancebado, hacía helados y corría. Fue la primera persona que conocí que hubiera corrido veinte kilómetros, o más. Él se fue, pero si me admiten en la guardia isbiliya, que se sepa que una parte, de esas que están enroscadas por ahí dentro de uno, es de él. 











(1) Concesión lingüística a la hornada que mira como una palabra viejuna el vocablo guay.