lunes, 14 de septiembre de 2015

SOBRE RUEDAS.

En los anales (*) de la traición deportiva queda el 8 de octubre de 1995. Aquel día España consiguió su primer Mundial en ruta de ciclismo, mas lo hizo con el actor secundario, el lugarteniente que desobedeció las órdenes de equipo y atacó a Induráin. Se dice que fue una táctica preparada, el plan alternativo, mas yo sé, y tú lo sabes, que no fue así. Olano robó la gloria al campeón bajo la lluvia de Cali y con una rueda pinchada.

Años después, frente a una mujer muy, demasiado, reivindicativa, el Chava Jiménez volteó la Vuelta en una ascensión, y solo la honradez de Unzué y la fatalidad del abulense le entregaron a Olano su Vuelta. Esa vez no hubo justicia poética, casi nunca la hay, y no pudimos entonar el mantra de Phoebe Buffay: "has probado de tu propia medicina y cuán amarga es".

Nuestro amigo Diego Andrade ayer hizo de todos los ciclistas y deportistas que nos emocionan. A todos nos encanta ver la fluidez, la magnificencia de las brazadas y de las pedaladas de los grandes, la velocidad de la carrera, la elegancia y la naturalidad con la que los campeones se desplazan. Pero en lo que nos hace amar el deporte hay algo que se refiere a la superación y a la épica. Nos sentimos grandes cuando corremos bajo la lluvia, la nieve, el frío intenso o la niebla por barrizales extremos, por eriales. Simpatizamos con los pequeños cuando los grandes caen ante los pequeños; simpatizamos con los grandes cuando los grandes se levantan y entonces los sentimos más grandes. Nos ha pasado con Contador, con Froome, incluso con Nadal. Diego ayer se ganó el respeto de todos nosotros, cayó y se levantó, quizás para no decepcionar a su hija, quizás para no decepcionarse él y tener fuerzas para cruzar la meta con ella. Lo sensato habría sido retirarse antes de la meta, curar las heridas, resolver los asuntos médicos. Pero no, Diego ayer se doctoró, como un campeón.

Aru ganó el sábado esta Vuelta. Lo hizo como se hacía antes, liderando un equipo, hablando con ellos, pidiéndoles un último esfuerzo, agónico, que él ya daría el definitivo. Y así fue, su equipo se fundió con la carretera, atacó como un tren y como una pequeña nave nodriza fue dejando atrás a ciclistas que recogían a Aru para impulsarlo hacia adelante. Como se sabe, Aru remató. Cuentan las crónicas que alguien que me recuerda un poco a Aru, hizo algo parecido en el Levante español. También fue el sábado y se trajo un ascenso, el de nuestro club. Gracias a ese esfuerzo de todos daba gusto el domingo ir por ahí, la gente va conociendo este club, el Isbilya, y pensando que unos de nosotros ganaría. No se equivocaban. Por si alguien no sabe de lo que hablo, Aru me recuerda un poco a Samer, nuestro club venció en Águilas, de donde era Paco Rabal, y el equipo, en todas sus categorías, estuvo soberbio. Como ayer en el triatlón del puerto de Sevilla, sin Samer, pero con Alberto, Manolo Botello, Curro, Corpas, Julián y Diego, Robles... La tesis es cierta, hay una guardia isbiliya, con varios cuerpos de ejército.

Aun sigo sin saber si vencí yo al olímpico o él a mí. Solo las fotos que he visto de mi prueba me han bajado la euforia. Si os digo la verdad, creí correr, pero me veo andando en ellas. Y ni tan siquiera muy rápido. Mi marca final demuestra que habría mucho que mejorar, lo que no sé es si tengo dentro de mí esa mejora, pero, todavía eso no me preocupa, ya llegará mañana. Algo sí aprendí en el anterior, check list, calentamiento, material, horarios y repuestos; comida y agua. Eso y que venía a disfrutar.

Por primera vez me sentí cómodo en el agua, la marca fue la prevista, no me desvié demasiado y no fui asfixiado. Pero la bici y las transiciones, en especial la T1, se han convertido en una cruz, primero porque no encontraba ayer el desarrollo que me venía bien, segundo porque, cuando lo encontré tras un isbiliyo que me enganchó a su rueda, cuyo nombre completaré una vez que lo identifique, entonces, segunda vuelta, pinché la rueda delantera. Como había sido muy precavido, saqué el spray sellador e inflé la rueda. A seguir, ya mucho mejor, sin atrancarme como al principio y sin contar con que la presión que el bote dejó en la rueda era mínima. La tercera vuelta fue, en su mayoría, una lucha dialéctica. Entre el coste monetario que supondría reponer la rueda delantera, pues pegué un llantazo en el paso subterráneo y volví a pinchar, y el coste moral del abandono; entre si sería capaz de dar una vuelta más o me metería en boxes pasase lo que pasase. De ese marasmo hegeliano me salvó un espectador con bici al que rogué una cámara y que monté como pude, y que inflé, con una bombita, con la presión que les queda a los globos de una fiesta de cumpleaños al día siguiente.

Algo de bilbaíno debo tener, pues, a pesar de tener roto ya cualquier ritmo, a pesar de ir rodando con un ancho de rueda doble al que llevo, ¡así se hundía la de delante!, decidí acabar. Con cuarenta minutos en bici más que el resto por lo menos, pero sin vergüenza alguna. Y mereció la pena aunque fuera por ver correr a la gente en ese circuito anular, por verlo, de repente, lleno de gente. Por cruzar la meta. Por no quebrarme ante determinadas adversidades. Por muchas razones.

No hay nada bueno en pinchar, lo digo; ya había aprendido a cambiar la cámara, no me hacen falta más problemas externos que yo tengo ya los míos, no me sirvió de acicate para crecerme, ¡qué va!. Todo eso me puede pasar, pero que me pase otro día. Y encima ahora le doy un carácter un poco más épico, porque sé lo que se sufre, a la victoria de Olano, como si lo perdonara un poco. Y eso no puede ser.

Acabamos, los que pudimos y tuvimos suerte, acabamos. Con cansancio, dolor, heridas y épica. Con pundonor. Como si fuéramos unos inconscientes, unos descerebrados o unos masocas. O como isbilyos, inconscientes, masocas, descerebrados y preparando la siguiente. 


(*) Bonita palabra que merece tenerse en cuenta en todos sus sentidos

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