lunes, 23 de marzo de 2015

EL TRIATLÓN ES UN PREMIO.

"¡A ver si escribes una crónica! ¡Y que salga Diego!" Palabras de un amigo, palabras también reales, pero que me hacen pensar. Porque estoy de horas bajas, y analítico. Y pienso, mucho. Porque estoy de horas bajas, y analítico. Y creo que mi papel en este grupo se ha visto reducido a hacer crónicas, pero esto es un club deportivo. Y pienso. En las horas bajas. Y analizo.

Las vueltas a lo que será esta crónica son infinitas; me bullen en la cabeza todos los acontecimientos del fin de semana, de la semana, y me pasan como un bucle sin fin, como una película enredada sobre la bobina que se proyecta una vez, otra vez, otra vez. Y ahí están Portugal, la semana, la bici, el neopreno, el dinero, los bigotes, el frío, el carrerón de muchos, mi tiempo, la pizza, el hall del hotel, el viaje...

Al volver a España pienso en si serán isbilyo o isbiliyo la grafía y la pronunciación correcta, aunque me queda claro que prefiero isbiliyo; de ahí derivo a Guadaira o Guadaíra, me acuerdo de Ramón J. Sender y su Tesis de Nancy, de los besos que son como los huevos fritos sin sal, y se me ocurre algo. No sé si valdrá como crónica.

 LO PRIMERO.

Portugal es tierra amiga, su saudade, su forma de hacer las cosas a la europea, su seriedad casi melancólica me han contaminado. No es de ahora, ni lo del mundo interior, ni lo de Portugal. Hace años, tantos que el río Guadiana se cruzaba en barcazas, viajé allí. Fue un tiempo en el que comía mariscos y pescados, arroces y cataplanas, desayunaba weetabix, y cenaba huevos y bacon. En esa época el almuerzo terminaba con una copa de amarginha. 

Nada de esto tiene que ver con el deporte. Salvo que allí tuve tiempo de relajar la presión, desterrar ideas y limpiar muchas cosas. Volví de allí con una cabeza nueva, lo que me ayudó a jugar al baloncesto, de repente, como nunca. Todavía le escuecen a algunos los tapones y los triples de aquella época.

Esta vez el tiempo ha sido menor, muy poco; las gambas de la pizza parecían congeladas, y no hubo pescado. Y tampoco me decidí por los huevos en el desayuno. Pero ha habido tiempo para reflexionar, para pensar, aunque haya sido en las horas de coche. Así que mañana a jugar al baloncesto...

Bromas aparte. El baño en el mar ha limpiado algo en mí. Descubrir en qué aspecto me mejora, o en qué me ayuda, es cuestión de tiempo. Y si digo la verdad, tampoco me importa que no sea en el triatlón. Por más que me guste.

LA CARRERA.

Conocimos el fin de semana al aspirante. Usa, viste, gasta, ¿quién sabe cómo decirlo?, ¿se adorna con?, un bigote. Este hombre quiere aparentar ser mayor, dotarse de algo que ya tiene. Pero es como un león buscando su familia.

Es así, los jóvenes leones pelean con los viejos por convertirse en los reyes de la sabana, en robarle la manada a un señor; se lamen la melena para que aparente ser de mayor volumen, para dar la imagen de ferocidad que necesitan. Piensan que amedrentarán a los viejos leones y que estos rehuirán la pelea. No saben que el león viejo ya las ha visto venir y que no irá a buscarlo, tendrán que ir ellos a enfrentarse y ya llevarán un punto perdido, no sabrán a lo que se enfrentan.

El clan isbilyo, isbiliyo, es leal. Los aspirantes, los fuertes, se miden entre ellos. Miran y aprenden. El resto es una fiesta. Sí. Hasta el desayuno. A esa hora veo las caras afiladas, los deseos de competir, las miradas de matadores. Y me asusto. Me siento un francotirador fuera de lugar, sin el rifle calibrado.

No puede ser de otra manera. Se salen en la prueba. Todos me sacan una minutada. Todos lo han hecho bien. Perfecto.

Pero el jefe, el rey, es el rey. Su estela negra me adelanta en el circuito de bici y oigo el viento ocupar el espacio que desaloja, el zumbido perfecto del piñón engranado. Es seguro que no me ha visto. Es lo que tiene la hipervelocidad.

¡Alto ahí!, rebobina. ¿Y la fiebre?, ¿y el virus?, ¿y lo de asumir cada uno su papel, su rol, en la vida?, ¿y lo del dolor de piernas al iniciar la carrera?...Recuerda las palabras al juez organizador,¿vas a competir?, bueno, daré lo que pueda, he estado malo, tú sabes... Recuerda la mueca que esconde una medio sonrisa, recuerda el brillo inesperado de los ojos, recuerda la concentración en el desayuno.

El viejo león, el que ya las ha visto venir, el que quizás piense en retoños, en cachorrillos, guarda algo. No es que no te lo enseñe, no es que no te lo quiera enseñar, es que tiene algo, algo que se encuentra alguna vez, que se ve a través de los cristales de unas gafas de natación, que se recoge en alguna carretera, que se alcanza a la carrera.

Es algo que tienen los reyes. Y ellos permanecen inmóviles. Son el mar, el suelo, la carretera, los que se desplazan bajo ellos. Y ese es uno de los secretos, domar y no dominar, mecerse y no ser dominado. A los elementos, al tiempo, a los aspirantes. Hay otros secretos, pero si no te los cuenta no es porque no quiera, es que hay que aprenderlos.

EL FRÍO.

"Y aun dicen que el pescado es caro" es un cuadro de Sorolla. Si no recuerdo mal, muestra la muerte de un pescador en su barco. Yo lo asocio a otro cuadro de Sorolla que hay en el Museo de Bellas Artes de Córdoba, este retrata a unos pescadores recogiendo el aparejo en plena galerna. Sus impermeables amarillos apenas les protegen.

Nosotros ayer nadamos, digamos lo que digamos, por diversión. No nos jugábamos la vida para ganar un jornal, estábamos allí para hacer algo que nos gusta, por amor al arte. Y aun así nos protegimos, nos enfundamos unas prendas de neopreno. No debemos quejarnos.

Este fin de semana, hemos usado nuestro tiempo de ocio, hemos aburrido a nuestras parejas, a nuestros hijos. Este fin de semana hemos desplazado bicis, coches, ropa, casco, monos, gafas, bombas, cámaras, trajes de neopreno, chandals...un arsenal. Este fin de semana hemos colonizado el tiempo, el descanso, las olas.

Diego temía el mar, el frío mar del Algarve, las olas. Superó ese temor, nadó como un rey, y ni siquiera estar en una calle u otra le pasó factura, nadó, nadó, montó en bici y corrió. Como un campeón. Como lo que es.

Y ni tan siquiera pensó en las frías aguas; ni fue como un pasajero del Titanic en el Mar del Norte. Para eso ya estábamos otros.

MI CARRERA.

Para los que siempre están delante, el paisaje que se vive en la parte de atrás de una carrera es terra ignota. No es igual que para mí, pues los focos nos muestran qué ocurre en la cabeza de una carrera, de un pelotón. Nunca sé si lo que escribo interesa a alguien, si alguien lo lee, pero debo unas palabras a la desventura. Debo poner algún foco en la parte de atrás de un carrera pues debe ser parecido ir escapado y ser primero, que ir último. Lo digo por la soledad, no por la dureza. De un tipo, físico, en la cabeza. De dos tipos, físico y mental, en la cola.

Que conste de antemano algo, no me quejo. Por muchas razones, estar en un triatlón, en una carrera, en cualquier prueba, es un regalo. En la cena se contaba que un triatleta de élite se retiró cuando lo penalizaron con diez, veinte o treinta segundos, quizás, porque pensaba que no alcanzaría un puesto relevante. Esa no es mi filosofía. Creo que hay que acabar siempre, salvo lesión mayor, y demostrar, con pundonor, que se sabe estar bien, y mal. Que se sabe ganar, que se sabe perder.

Dejemos los prolegómenos, situémonos en la arena, esperando la salida, siguiendo el consejo de Samer, en tercera o cuarta fila.

Pistoletazo de salida.

Corro, busco un hueco en el agua, un espacio para mí en ese banco de atunes alrededor de las boyas. El traje no sé si me ayuda o me retiene. No sé si floto más o si no puedo estirar el brazo, realizar la brazada. No lo sé. En este medio acuático, no oigo nada, no siento nada. Tan solo veo gorros blancos, azules, rojos, como los hombres del Playa Girón, pies y espuma. Y sigo unos pies, adelanto a unos nadadores, voy bien, creo. Pero pienso, en la semana anterior, en la noche anterior, en el hospital, en el concierto. Y pienso que si pienso algo va mal, porque no voy concentrado. Y nado. Y todo es como a cámara lenta. Y en blanco y negro. Y en silencio. Hasta que una ola me revuelca. Y salgo del agua. Como un péndulo. De izquierda a derecha. De izquierda a derecha.

Primera transición.

Esto no le pasa a nadie. A nadie. Ni con un brazo ni con el otro. No llego. Mi mano no llega al velcro, mi mano no llega a la cremallera. Mi pantorrilla izquierda se ha encariñado en el neopreno y no se sueltan de su amoroso enredo. Un mundo, ha pasado un mundo.

El Tourmalet.

Sin calcetines. Es lo que me han recomendado. Y así lo hago. Pero ni por esas. Ni sé dónde hay un grupo, ni sé a quién decirle que hagamos grupo, dúo, duetto, tercetto. Tan solo Adri anda por ahí, por delante de mí, hasta que lo adelanto, justo después de la chicane. Y subo esa pendiente. Bien. No hay problema. Es como la carretera del hipódromo. Bien.

Y la pendiente hay que bajarla. Me he quedado en la zona derecha de la carretera, y un grupo viene por la izquierda. Pico el freno. Bien. Se me ha levantado la rueda trasera y por poco me caigo. Bien. La rueda delantera me zigzaguea. Bien. He estado a un tris de caerme. Bien. Algo me dice que la carrera se ha acabado. Bien.

Los grupos pasan a mi lado. Gritan. Pedalean. Yo pedaleo y si no me equivoco, si no se equivoca mi velocímetro, voy a 37, 38, 39. Pero voy solo. Imagino que eso supone más desgaste. Merda, porca miseria. Ya no veo a Adri, tan solo a un tal Caetano. Una mole. Lo adelanto. Lo dejo en la cuesta. Me adelanta. Me deja en la bajada. Bien.

Y como el Tourmalet en la última vuelta la pendiente. Y mi ánimo. Bien. Elástico, como los cordones de la carrera. Bien.

El final.

Un carrusel. Así veo, así siento, la carrera a pie. Por delante de mí van pasando, al igual que en un tiovivo, casi todos los compañeros del club. Y todos tienen un punto para animar.

He conseguido correr sin pararme después de la bici, coger un ritmo al principio e incrementarlo. Lo he conseguido. Pero voy viendo el paisaje desolado, el público que cruza ya por delante de los corredores, que nos corta el ritmo.

Y todo es como llegar tarde a una fiesta, a un cumpleaños con la tarta repartida, a un cine con la película terminada.

Y es un paisaje de desierto. Bien.

Y no sé por qué. A pesar de todo. Me gusta.

EL PREMIO.

Son varias cosas las que he contado. Y como decía, estoy de capa caída, de horas bajas. Y analítico.

Y pienso.

El deporte es una expresión de desarrollo. En nuestra sociedad no lo practicamos para escapar del hambre; lo practicamos por placer. Si se quiere, por vicio.

El triatlón supone muchos esfuerzos. Y no puedo hablar de lo que cuesta bajar los tiempos, entrenar, correr con frío, cansancio o lluvia. Me refiero al esfuerzo económico que supone adquirir el equipo necesario. Al esfuerzo en tiempo que se requiere para entrenar. A lo que les cuesta a nuestras parejas posponer sus aficiones, su tiempo, el tiempo de la familia, para que practiquemos esto, que nos gusta. Lo que les supone el desayuno en soledad, la cena en soledad, la mañana del domingo en soledad.

Así que analizo. Hago, hacemos, esto porque queremos y porque hacerlo no nos impide seguir viviendo con comodidad. Hago, hacemos, esto porque nuestras parejas, nuestras compañeras, nuestros compañeros, nos apoyan, se callan, esperan, se aburren y consienten. Por tanto, merecido o no, y pienso que no en mi caso, practicar triatlón es un premio.

Ayer Samer recogió su premio. Yo ni tan siquiera me enteré de cómo había resultado hasta mucho más tarde. No lo ví en el podio. No ví la medalla.

Yo terminé mi triatlón. Y al igual que las lesiones del alma tardan en curarse; por más que no se vean, aunque se presientan; tardará en esfumarse de mi ánimo el acto de recogida de mi premio, íntimo, propio.

Terminé mi triatlón. He ahí mi premio.














domingo, 8 de marzo de 2015

AMOR, PASIÓN...261

Todas murieron en el incendio de la fábrica. Eso fue hace mucho tiempo, o quizás muy poco; lo que sabemos es que su sacrificio, involuntario, su tragedia, no fue suficiente para que todo cambiara, para que la invasión masculina del mundo cediera.

Hoy algunas mujeres han montado en bicicleta en la llanura asiática, en la misma que alguna vez Gengis Khan cabalgara a sangre y fuego. En la misma tierra en la que, ¿unos hombres?, están destrozando los últimos vestigios de las civilizaciones más antiguas. Unos hombres, ¿merecen ese nombre?, que se creen mejores que las mujeres.

En los dos últimas Olimpiadas el número, y el valor, de las medallas femeninas españolas ha sido superior al de las masculinas. Algunos dicen que nos han dado para el pelo, y yo pienso, ¿a quiénes?, ¿a los españoles?, ¿a los hombres españoles?... Discriminación encubierta porque parece que sus logros son los de niñas pequeñas, desvalidas, los de personas que se lo merecen porque, como son poquita cosa; porque parece que las selecciones las de verdad, las absolutas, son las de hombres.

Ayer las isbiliyas coparon el podio en Sevilla. Y hay quien piensa que nos ganaron por la patilla, que nos superaron. Yo, su triunfo, lo he sentido como el de mi club, como el de mis compañeras, como el de las inalcanzables.  

El título de esta entrada podría dar a entender que donde hay mujeres hay romance. Con ellas es verdad, hay romance, amor, pasión. La que sienten por el deporte, por estos bellos deportes, el atletismo, el ciclismo, el duatlón, el triatlón. Son constantes, ágiles, fuertes, elegantes; son, como se repite en mi impresión de los elegidos, aristocráticas. Y la discreción de la primera, la rabia y las ganas de la segunda y la humildad de la tercera son ejemplo para mí de lo que debemos hacer, todos. Trabajo, constancia, entrega, sacrificio. Amor, pasión.

261 es un número impar. Un número mítico, pero que no tiene nada de magia. Su poder proviene de una mujer, como todos los poderes y saberes de este mundo, del dorsal de la primera mujer que corrió el maratón de Boston, de la que se atrevió a desafiar a los que decían que la mujer no podría soportar el mismo esfuerzo que Filípides. Pero, ¿se atrevería cualquier árbitro de estos a parir?, ¿a soportar los dolores del parto?, ¿a desafiar a una sociedad machista? 

Gracias al 261, y al 8 de marzo, hoy, ayer, mañana, habrá podios femeninos. Gracias a eso seguiremos disfrutando de las poderosas, y elegantes, zancadas de nuestras compañeras. Gracias a eso sentiremos su triunfo como el nuestro. Porque el suyo es un triunfo absoluto.

Yo, por una mujer, mi madre, ayer no pude competir en el Duatlón. Eso no me hace mejor, solo correspondo, con poco, a lo que ella me ha dado.

Ellas, las ganadoras, hablaban el día de antes de García Márquez, de decepciones previas, de buenas sensaciones. Y llegaron a la prueba, la dominaron, la reventaron. Y acabaron, como decía el colombiano, convirtiendo la carrera en una amable geografía, sin ecuaciones algebráicas, sin despedidas, sin fuerzas de gravedad.  

Ellas, nosotros, el Isbiliya, estamos orgullosos. Orgullosas.

Gracias.

domingo, 1 de marzo de 2015

UNA LEY

Una ley es una ley. 

Me contaban de un sargento que siempre explicaba en la teórica sobre tiro que las balas, ya fueran de cañón o de fusil, bajan por la ley de la gravedad. Meditabundo, con la mano en la barbilla, añadía, y digo yo, que si no existiera esta ley, las cosas caerían por su propio peso.

En realidad las balas y yo sufrimos el efecto gravitatorio, y son, esta, la acción entre masas, y otra ley de Newton, el principio de acción y reacción, la que me tienen entre algodones. Mi masa se desplaza, de forma lenta, ya lo sé, pero en su deambular, impacta unas cuantas veces contra el suelo. De alguna manera los suelos del mundo se han aliado para reaccionar y contra mí ejercen una fuerza; como son justos no sobrepasan la fuerza que yo he hecho contra ellos, pero son más, muchos más que yo; así que sus fuerzas han creado una especie de nudo en mi glúteo y contra él lucho; con lo que puedo y con la ayuda de un experto fisio, sus manos y la electroestimulación.

Una ley es una ley.

El tiempo y la edad no son lo mismo. Mi cuerpo sufre el paso del tiempo. Intento que mi mente no. Así procuro que mi edad no sea la que me marcan los años. Y así escapo al dictado, a la dictadura, del tiempo. Corro, nado, salto y marcho en bici. Se ha dicho ya que sin excesivas prisas. Pero de esa forma, lento o rápido, hay algo que me ayuda a ser amigo del tiempo, de procurarme que, ya que las leyes de Newton me oprimen, las de la flecha temporal me mimen. A veces veo al mismo Cronos pedalear a mi lado. Y en eso quiero entender que siempre hay una oportunidad más, la siguiente. 

Es verdad. Lo conocéis. Suele vestir de rojo y blanco, montar gafas y hablar con un suave acento vallisoletano. Sé que corrió el maratón hace una semana, y que ya está pensando en el siguiente, en la salida de la semana, en el entrenamiento. Es el señor del tiempo. Un isbiliyo, pero no un isbiliyo más.

Una ley es una ley.

Sé que las leyes son para todos, y que todos debemos ser iguales ante la ley; pero usted y yo sabemos que no es verdad. Si se siente indignado, e informado, sabrá que los estafadores, los que roban, los que tiene cierta alcurnia reciben un trato, digamos, que de favor. Y es entonces cuando las leyes no son iguales para todos. 

En mi club, el Isbiliya, me estafan. Yo no lo sabía pero son ladrones, roban tiempo al tiempo, para entrenar, para estar informados, para ir más deprisa; estafan, y eso lo he visto yo, a los mortales. Sí, los he visto ponerse al lado de otros atletas, corredores, nadadores o triatletas, y hacerse ver; se hacen pasar por uno más, por uno de nosotros, los normales mortales, y entonces, cuando un juez decreta la salida, se visten con su ropaje de ganadores y estafan al propio reloj unos segundos o unos minutos, ¡vaya usted a saber!, el caso es que siempre están delante, en ese principio de lista en el que no aparecemos los demás.

Hay una explicación. Son la nobleza, la alcurnia, y las leyes, ni siquiera las naturales, no los tratan igual que a mí. Y eso es fundamental, haga usted un pacto con la Ley Gravitacional y marche hacia adelante, podrá ir al lado de ellos, como si ganara usted una etapa en los Lagos de Covadonga cada día. No entenderá ni de rozamiento ni de peso. Y ahí está la casta, la aristocracia, el selecto grupo al frente de este cotarro, que se ha ganado este trato de favor con el trabajo diario, con el entrenamiento, con la concentración...

Quiero cambiar mi relación con la gravedad, aprender a flotar no solo en el agua sino en el aire, como hace esa compañera que parece deslizarse en el viento, como hace ese otro que pedalea como si lo hiciera siempre en un descenso, como el jefe, que corre mientras toma nota y planifica. 

Por lo pronto creo que voy haciendo bien las cosas, a mi ritmo, pero bien. Es hora de volver a entrenar, aunque sea de forma suave, de nadar, de patalear, de pedalear. También me he ido haciendo con esas cosas que parecen ser como un salvoconducto para el tribunal del tiempo, las camisetas rojas, los monos rojos, el bañador. 

Sé que no es suficiente, falta madera, escasea la posibilidad de una dedicación mayor, pero creo que estoy en buen sitio para que me miren de otra manera los suelos, los cronómetros, los calendarios. 

Buen sitio, sí. Bueno no, el mejor.